La izquierda ,¿otra vez tarde?.
Hay cifras que no admiten discusión. En Extremadura, una abstención del 37,2% y un bloque de derechas que suma el 46,9% deberían haber encendido todas las alarmas en el campo progresista. No porque sean un fenómeno aislado, sino porque anticipan un patrón que la demoscopia ya dibuja en Aragón y que podría repetirse en otros territorios si nada cambia. La caída del PSOE y el insuficiente avance de Unidas Podemos no son anécdotas: son síntomas de un problema más profundo, estructural y desgraciadamente, parece que persistente.
Sin embargo, en lugar de abrir un debate estratégico, la izquierda vuelve a encerrarse en discusiones identitarias sobre quién es “más” o “menos” de izquierdas, como si la ciudadanía estuviera esperando un concurso de pureza ideológica. Mientras tanto, la realidad electoral avanza sin esperar a nadie. Y la pregunta que algunos se hacen (al menos yo me la hago) en el seno del partido es, por qué el PSOE insiste en jugar en solitario cuando sabe que no podrá gobernar en territorios clave sin alianzas amplias y visibles. Ni en Aragón, ni en Andalucía, ni en Castilla y León y, por supuesto, tampoco en el Estado.
La fragmentación no es un fenómeno nuevo, pero sí es especialmente dañino cuando la participación cae y el voto conservador se concentra. En ese contexto, la responsabilidad de dar el primer paso hacia la unidad no es un gesto de generosidad: es una obligación histórica. Hubiera sido razonable que el PSOE impulsara una propuesta programática compartida y una lista cremallera capaz de reactivar la ilusión progresista. No ocurrió en Extremadura, y los resultados están a la vista.
Los egos, las identidades de aparato y las viejas suspicacias internas siguen siendo malas compañeras de viaje. La izquierda conoce bien esta historia, pero parece condenada a repetirla. Basta recordar 1933, cuando la división de las candidaturas republicanas abrió la puerta a un giro político que marcó el destino del país. No se trata de hacer paralelismos simplistas, sino de asumir que la desunión siempre tiene consecuencias, y casi nunca las paga quien la provoca: las paga la ciudadanía que esperaba una alternativa sólida y que sufrirá un deterioro en su vida con los gobiernos de la derecha.
La izquierda autodenominada “transformadora” parece empeñada en marcar distancias con la izquierda reformista, como si ambas no hubieran demostrado ya (en el primer gobierno de coalición progresista del Estado) que se necesitan y se complementan. Que ciertos sectores puristas insistan en prescindir del PSOE, puede satisfacer a esa vieja guardia social liberal que sueña con “recuperar” una supuesta centralidad (de hecho, les da combustible para su estrategia), sin aclarar qué significa exactamente ese concepto y atribuyendo cualquier tensión interna a una “podemización” del partido. Pero lo cierto es que en el PSOE conviven sensibilidades diversas porque esa pluralidad forma parte del ADN de una socialdemocracia integradora. Y, en la práctica, buena parte de las propuestas que pueda plantear, por ejemplo Podemos, serían compartidas por un porcentaje muy amplio de la militancia socialista, que no vive esa complementariedad como una amenaza, sino como una oportunidad para ensanchar el campo progresista.
Hoy, cuando el mapa político se reconfigura a gran velocidad y la desafección crece entre los sectores populares y jóvenes, la reflexión es una urgencia democrática. La izquierda necesita menos liturgia interna y más estrategia compartida; menos competición fratricida y más proyecto común; menos nostalgia de lo que fue y más valentía para construir lo que podría ser. Porque, al final, la pregunta no es quién ocupa el liderazgo de un espacio progresista fragmentado, sino si ese espacio será capaz de seguir existiendo como opción de gobierno. Y el tiempo, esta vez, corre en contra.
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