España, cortijo de señoritos: del autoritarismo cool al neoliberalismo sin alma
Ni dios, ni patria, ni rey. La extrema derecha española ha mutado. Ya no se arropa en los símbolos tradicionales del conservadurismo rancio; ahora se disfraza de modernidad, de libertad sin reglas, de anarcoliberalismo trumpista. Ha abandonado el púlpito, la bandera y la corona para abrazar el algoritmo, el bulo y el tuit incendiario. Lo que antes era cruzada, ahora es clickbait.
La Iglesia, antaño aliada incondicional, les ha reprendido por sus discursos racistas y xenófobos. El monarca, en un gesto insólito, ha denunciado en la ONU la masacre sionista en Gaza, dejando a los ultras sin su último bastión simbólico. ¿Y la patria? La patria es la suya: la de los privilegios, la de los apellidos compuestos, la del “vivan las cadenas” que sus seguidores corean sin entender que les quieren encadenados y amordazados.España se ha convertido en un cortijo. Un país donde los señoritos han convencido a los jornaleros digitales de que la democracia es un estorbo, que los derechos son caprichos y que el autoritarismo es eficiencia. Han logrado que los pobres defiendan a los ricos, que los explotados voten por sus explotadores, que los marginados se enfrenten entre sí mientras los de arriba brindan y festejan.
La nueva derecha no quiere conservar, quiere arrasar. No defiende valores, defiende intereses. No propone ideas, lanza eslóganes. No busca el bien común, busca el beneficio propio. Y lo hace con una sonrisa, con estética de influencer, con retórica de libertad que esconde una pulsión profundamente autoritaria.
La democracia española está siendo vaciada desde dentro. No por tanques, sino por tertulias. No por golpes de Estado, sino por algoritmos. No por censura explícita, sino por saturación de ruido. El cortijo digital tiene nuevos capataces: influencers reaccionarios, medios serviles y políticos que se creen empresarios de la indignación.
Pero aún hay tiempo. Tiempo para recordar que la libertad no es gritar más fuerte, sino escuchar mejor. Que la democracia no es un trámite, sino una conquista diaria. Que la patria no es una finca, sino un proyecto común. Y que los señoritos, por muy modernos que se vistan, siguen siendo lo que siempre fueron: los que mandan mientras obligan a los demás a obedecer, porque eso es ser una persona de bien.
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