El ascenso de la extrema derecha y la criminalización de la pobreza: una lectura. Releyendo a Hannah Arendt.
Releer a Hannah Arendt en estos tiempos de crisis política y social creo que es un ejercicio que puede aportar la lucidez necesaria para entender la sociedad en la que nos quieren hacer vivir los movimientos totalitarios y neofascitas emergentes en nuestra democracia. Sus reflexiones sobre el totalitarismo y la fragilidad de las democracias modernas iluminan un fenómeno que vuelve a cobrar fuerza: el ascenso de la extrema derecha. En este contexto, uno de los mecanismos más perversos que Arendt ayuda a desvelar es la criminalización de la pobreza como argumento político, un recurso que convierte la precariedad y la vulnerabilidad en amenaza.
Arendt insistía en que las democracias se erosionan cuando los ciudadanos dejan de ser reconocidos como sujetos de derechos y pasan a ser clasificados como “problemas sociales”. La extrema derecha contemporánea ha perfeccionado esta lógica: el pobre como culpable: se le acusa de ser responsable de su situación, de “vivir de subsidios” o “no esforzarse lo suficiente”. Al pobre, sobre todo migrante, se le vincula con la inseguridad y el deterioro de los servicios públicos. Al pobre como enemigo interno se le convierte en el “otro”, alguien que no merece solidaridad sino vigilancia. Y a parte de la clase trabajadora “lumperizada”( perdón por el palabro), se la convierte; es instrumentalizada por la extrema derecha como su brazo político y, cada vez más, violento.
En mi opinión, lo más inquietante es que, bajo esta narrativa, se conforma un “ejército de pobres” (lumperización de la clase trabajadora) que, inconscientemente, se suman a la extrema derecha contra sus propios intereses. Movidos por el resentimiento, la frustración o la promesa de orden, terminan reforzando un proyecto político que no busca aliviar su precariedad, sino perpetuarla como herramienta de control. Este fenómeno, que Arendt habría reconocido como una forma de alienación política, convierte a las víctimas en cómplices involuntarios de su propia marginación. Este discurso transforma la desigualdad en delito y desplaza el foco de la injusticia estructural hacia la supuesta “mala conducta” de los sectores más vulnerables, mientras utiliza a los mismos pobres como tropa de choque simbólica contra la solidaridad.
Arendt advertía que las ideas autoritarias prosperan cuando logran convertir el miedo en cohesión política. La criminalización de la pobreza cumple exactamente esa función: genera un enemigo visible: el pobre, el migrante, el “asistido”. Refuerza la obediencia: quienes no quieren ser estigmatizados se alinean con el discurso dominante. Neutraliza la solidaridad: se rompe el vínculo comunitario y se instala la sospecha mutua.
Aquí, el “ejército de pobres” juega un papel decisivo al interiorizar el miedo y la estigmatización, se convierten en portavoces involuntarios de la misma lógica que los quiere oprimir, aunque ellos y ellas no sean conscientes.
El ascenso de la extrema derecha no se explica solo por la fuerza de su retórica, sino también por la debilidad de las democracias liberales para ofrecer respuestas justas a la desigualdad. Arendt subrayaba que la democracia se degrada cuando se olvida que su fundamento es la igualdad política, no la mera gestión técnica. La paradoja es que, en nombre de la “seguridad” y el “orden”, se socavan las bases mismas de la convivencia democrática.
Releer a Arendt nos debería recordar que la política no puede reducirse a la administración del miedo, y por supuesto, no a la estigmatización de los débiles. La criminalización de la pobreza es un síntoma de sociedades que han perdido la brújula de la justicia y que, en su lugar, buscan chivos expiatorios.
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