Podemos frente al espejo: una crítica a la estrategia del colapso.

 La izquierda española, en su versión más radical, parece haber olvidado las lecciones más elementales de la historia del movimiento obrero. En su artículo “Esperando a Dimitrov” publicado en El País, Ignacio Sánchez-Cuenca lanza una advertencia que debería resonar en los pasillos de Podemos: la crítica feroz al Gobierno progresista en un momento de amenaza real por parte de la extrema derecha no es valentía revolucionaria, sino irresponsabilidad política. Y conste que no se trata de renunciar a nada, sino de modular racionalmente las posiciones, desde la soberanía de cada organización y, por supuesto, manteniendo una discrepancia que, sin duda, enriquece el debate.

Para los que no leyeron el artículo del profesor Sánchez-Cuenca o no conocen el porqué la referencia a Dimitrov, un apunte.

Durante el VII Congreso de la Internacional Comunista en 1935, Georgi Dimitrov propuso abandonar la estrategia sectaria del “clase contra clase” que había dominado el VI Congreso. En lugar de ello, abogó por el Frente Popular: una alianza amplia entre comunistas, socialistas y demócratas para frenar el avance del fascismo. Dimitrov entendía que la pureza ideológica no podía anteponerse a la defensa de la democracia y los derechos sociales.

Podemos, sin embargo, parece haber adoptado una postura inversa. En lugar de construir puentes con el resto de la izquierda institucional, se dedica a dinamitar los pilares del Gobierno de coalición, así como cualquier puente con la izquierda política, como si el colapso fuese una oportunidad para renacer como vanguardia. Esta actitud recuerda más al infantilismo izquierdista que Lenin criticó en su momento, pero con un matiz aún más preocupante: el deseo implícito de que la extrema derecha llegue al poder para que “las contradicciones se agudicen” y el pueblo despierte.

Esta lógica es tan peligrosa como errónea. Primero, porque subestima el daño real que puede infligir un gobierno reaccionario: retrocesos en derechos, represión, desmantelamiento del Estado social. Segundo, porque sobreestima la capacidad de la izquierda radical para capitalizar ese sufrimiento. La historia demuestra que el fascismo no suele dejar espacio para la reconstrucción revolucionaria; más bien, aplasta toda disidencia.

La crítica de Sánchez-Cuenca es certera: no cuadra que Podemos agudice su oposición justo cuando Vox y sus aliados representan una amenaza tangible para la democracia. En lugar de asumir su papel en la defensa del espacio progresista, parece preferir el papel de Cassandra: denunciar, profetizar, pero no construir. Y lo hace con una retórica que, lejos de movilizar, desorienta y divide.

Si Dimitrov levantara la cabeza, no vería en Podemos una fuerza dispuesta a liderar un Frente Único contra el neofascismo. Vería, más bien, una izquierda encerrada en su torre de marfil, esperando que todo se derrumbe para poder decir “ya lo dijimos”. Pero la historia no reconoce a los que esperan; lo hace con los que actúan.

Podemos está a tiempo de rectificar. De entender que la vanguardia no se proclama: se construye en la calle, en las instituciones, en la pedagogía democrática. Y que el enemigo no es el Gobierno progresista, ni la izquierda, sino quienes quieren destruirlo para imponer un orden autoritario. Dimitrov lo supo en 1935. ¿Se dará cuenta Podemos a tiempo?.




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