La hegemonía del sentido común: Gramsci tenía razón.

 En tiempos de análisis apresurados sobre la “derechización” de la sociedad, conviene detenerse y recuperar un concepto que ilumina más que cualquier encuesta: la hegemonía. Antonio Gramsci lo formuló con precisión: el poder no se sostiene solo por la coerción, sino por la capacidad de imponer una visión del mundo como sentido común. El capitalismo, en su versión neoliberal, ha logrado universalizar sus intereses y presentarlos como si fueran el interés general.

El resultado es palpable: generaciones jóvenes que, en nombre de la rebeldía, se desligan de los logros sociales conquistados por sus mayores (sanidad pública, educación universal, derechos laborales) y se autoproclaman “antisistema” mientras reproducen, sin saberlo, la lógica del sistema. Aquí la ironía se vuelve amarga: lo que parece contestación es, en realidad, confirmación.

Carlo Cipolla definió al “estúpido” como aquel que causa daño a otros y a sí mismo. La etiqueta puede sonar dura, pero describe con exactitud la paradoja de quienes, creyendo escapar de la hegemonía, terminan reforzándola. La crítica superficial, el rechazo a la política organizada, la glorificación de la precariedad como libertad: todo ello erosiona las conquistas colectivas y fortalece la narrativa dominante.

La hegemonía no se combate con gestos aislados ni con indignación pasajera. Se enfrenta con cultura, con organización, con memoria histórica. Gramsci insistía en que la batalla por el sentido común es la batalla decisiva. Si el capitalismo ha logrado que la explotación se perciba como normalidad, la tarea de quienes aspiran a otro horizonte es devolver a la sociedad la conciencia de que lo común no es lo impuesto, sino lo construido colectivamente.

Hoy, más que nunca, necesitamos recordar que la hegemonía no es un destino inevitable, sino un terreno de disputa. Y que la verdadera rebeldía no consiste en negar los logros de quienes nos precedieron, sino en ampliarlos, defenderlos y proyectarlos hacia el futuro.



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