El verdadero fin de la historia.

 El “fin de la historia” fue proclamado con solemnidad en los años noventa. Daniel Bell primero, y Francis Fukuyama después, teorizaron que la caída de la Unión Soviética significaba la victoria definitiva del liberalismo frente a cualquier otro “experimento” político. Pero lo que realmente se celebraba no era tanto el triunfo de la democracia liberal como el entierro de otra historia: la del movimiento obrero.

La derecha siempre ha tenido un objetivo claro: anula la conciencia de la clase trabajadora, arrancarla de su propia condición, convencerla de que ya no es obrera sino consumidora, emprendedora, “clase media aspiracional”. La estrategia ha sido hábil: sustituir la conciencia de clase por la ilusión del consumo. Un coche financiado, un iPhone a plazos, unas vacaciones low cost… limosnas que disfrazan desigualdades estructurales. El trabajador puede acceder a bienes antes reservados a las élites, pero sigue sin poder decidir sobre su tiempo, su salario, su seguridad vital. La apariencia de igualdad se convierte en el mejor disfraz de la desigualdad.

Hoy el enemigo es más fuerte que nunca. Los partidos obreros se han debilitado, los sindicatos han perdido músculo y la clase trabajadora se encuentra fragmentada, dispersa, sin relato común. Mientras tanto, las derechas extremas avanzan con un proyecto claro: financiarizar la vida entera. Convertir la salud, la educación, la vivienda y hasta la vejez en productos financieros. Quien necesite servicios públicos para vivir con dignidad se verá atrapado en un mercado que no perdona.

La pregunta es si este ciclo será duradero o si la realidad terminará por golpear la conciencia de los trabajadores. Porque la historia no se detiene: puede ser silenciada, puede ser manipulada, pero siempre regresa. Y cuando las promesas de consumo barato ya no tapen la precariedad, cuando la financiarización convierta la vida en deuda perpetua, quizá la clase trabajadora vuelva a reconocerse en el espejo de su propia condición.

El verdadero fin de la historia no fue el triunfo del liberalismo, sino la suspensión de la memoria obrera. La tarea pendiente es reactivarla. No como nostalgia, sino como proyecto de futuro: recuperar la conciencia de que la libertad y la dignidad no se compran a plazos, se conquistan colectivamente.



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