Mentir no es delito: el mensaje que erosiona la democracia
En un país donde la confianza institucional se tambalea, el Partido Popular ha decidido añadir una piedra más a la erosión interesada de las instituciones: “Mentir no es delito”. Así justifican que Miguel Ángel Rodríguez, jefe de gabinete de Isabel Díaz Ayuso, reconociera ante el Tribunal Supremo haber difundido un bulo sobre la Fiscalía. Lo hizo para proteger a la presidenta madrileña, manipulando un correo oficial y filtrándolo a la prensa. El PP, lejos de desautorizarlo, se parapeta en la literalidad jurídica: si no es delito, no hay problema.
Pero sí lo hay. Y es profundo.
La frase no solo es una defensa legal: es una declaración cultural. Transmite que la mentira, si sirve al poder, es admisible. Que la ética pública puede subordinarse al cálculo político. Que la verdad, ese pilar invisible que sostiene el pacto democrático, puede relativizarse sin coste alguno.
Cuando un partido normaliza la falsedad desde cargos institucionales, está diciendo que el poder no tiene por qué ser ejemplar. Que la ley es un escudo, no una guía. Que el ciudadano debe resignarse a ser manipulado, porque la mentira, al fin y al cabo, no es punible.
Pero la mentira institucional no es inocua. Aunque no siempre encaje en el Código Penal, sí erosiona la legitimidad democrática. Desactiva el control ciudadano,desactiva el periodismo, desactiva la justicia. Y activa el cinismo, la polarización y la desafección.
El caso de Rodríguez no es anecdótico. Es sintomático. Forma parte de una estrategia donde la posverdad se convierte en táctica politica. Donde el relato importa más que los hechos.
Porque si mentir no es delito, ¿por qué no hacerlo? Si el poder lo hace sin consecuencias, ¿por qué exigir integridad a los demás? Así se construye una cultura política donde la mentira no se combate, sino que se imita. Y donde el votante, lejos de exigir rendición de cuentas, se acomoda en una ignorancia funcional que legitima el engaño.
Pero no es solo que el PP haya hecho de la mentira una herramienta recurrente, es que buena parte de su electorado ha aprendido a convivir con ella, a justificarla, incluso a celebrarla como signo de astucia política. Se ha instalado una lógica perversa: si sirve para ganar, es válida.
Pero la democracia no puede sostenerse sobre ese cinismo. Necesita ciudadanos que no solo voten, sino que exijan. Que no se conformen con relatos, sino que reclamen hechos. Que no aplaudan el engaño, sino que lo denuncien. Porque cuando la mentira se normaliza desde arriba y se acepta desde abajo, lo que se erosiona no es solo la política, es la conciencia democrática.
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