Pedro Delgado y el problema de confundir crítica con censura.
La televisión pública debe ser un espacio de pluralidad, no de purgas. Las recientes declaraciones de Pedro Delgado, por más criticables que sean —y lo son, por su tono inhumano y su falta de sensibilidad— no deberían desembocar en su expulsión del ente público. La crítica contundente es necesaria. La censura, no.
Echar ahora a Delgado sería un error estratégico y democrático. No solo porque se alimentaría la narrativa de quienes acusan a la televisión pública de estar al servicio de una ideología, sino porque se reforzaría el discurso victimista de quienes, como José María Aznar y su cohorte de neoliberales (Motos, Montero, etc) se quejan de que “ya no se puede decir nada” en la televisión pública. Conviene recordar que fue precisamente Aznar quien, en su etapa como presidente, nombró a un exdiputado del Partido Popular como director general de RTVE. Y que bajo su mandato, Alfredo Urdaci protagonizó aquel célebre y vergonzoso “ce-ce-o” al referirse a Comisiones Obreras, en una muestra clara de manipulación informativa, por no mencionar lo ocurrido el fatídico 11M, Jack 42 o las armas de destrucción masiva de Irak.
La derecha ha tenido históricamente un modelo claro: medios como Telemadrid, convertidos en altavoces del gobierno autonómico y punta de lanza contra el Ejecutivo central, poniendo al frente de programas y debates a ultras cuyo único objetivo es, además de loar a la ínclita presidenta, manipular la información par seguir cavando la trinchera de la desafección y, por lo tanto, de la polarización.
Pero los demócratas debemos aspirar a algo más elevado. A una televisión pública que no se convierta en campo de batalla ideológico, sino en tribuna abierta donde se pueda disentir, debatir y, sí, también equivocarse. El ejemplo de Broncano y su actitud tolerante pero discrepante con Mariló Montero es, creo, el ejemplo a seguir.
Critiquemos con firmeza la inhumanidad de Pedro Delgado. Exijamos responsabilidad. Pero no caigamos en la tentación de la censura. La democracia se defiende también en los matices, y en la capacidad de tolerar que incluso las opiniones más incómodas se expresen desde la tribuna pública —para ser rebatidas, no silenciadas.
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