La paradoja del olvido heredado.


Es profundamente desconcertante (casi doloroso) observar cómo una persona cuya familia fue víctima directa del franquismo, del exilio forzado y de la represión , puede hoy abrazar los postulados de la extrema derecha. No por una contradicción superficial, sino por lo que revela sobre la fragilidad de la memoria colectiva y el poder del relato dominante.

La historia no siempre se transmite como conciencia, sino como carga. Muchas veces, el sufrimiento heredado se convierte en silencio, en una herida que no se nombra. Y en ese silencio, puede crecer el olvido. Cuando las generaciones posteriores no reciben una narrativa clara, crítica y emocionalmente conectada con el pasado, quedan vulnerables a discursos que prometen orden, identidad o grandeza, aunque estén construidos sobre los mismos pilares que una vez destruyeron a sus antepasados.

La extrema derecha no se presenta como heredera del franquismo, sino como su reinvención: más pulida, más mediática, más hábil en disfrazar autoritarismo como patriotismo. En tiempos de incertidumbre, ese discurso puede seducir incluso a quienes deberían ser sus más férreos opositores. Porque la memoria sin contexto se convierte en mito, y el mito puede ser reescrito.

También hay una dimensión emocional: el deseo de pertenencia, de seguridad, de respuestas simples a problemas complejos. La extrema derecha ofrece eso con eficacia. Y si el dolor del pasado no se ha transformado en conciencia política, puede ser fácilmente desplazado por nuevas lealtades.

Esta paradoja no es solo individual, es social. Nos interpela como sociedad: ¿cómo hemos transmitiendo nuestra historia? ¿Qué espacios hemos creado para que el dolor se convierta en aprendizaje, y no en resentimiento o indiferencia?

Recordar no es solo mirar atrás. Es decidir qué valores queremos defender hoy. Y en esa decisión, el pasado debe ser brújula, no lastre.

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