REVISAR O REFORMAR.
En éstos tiempos que corren, donde una declaración grandilocuente vende más que cualquier reflexión, plantear que es necesario reformar el régimen de las administraciones locales podría parecer casi una frivolidad. Pero es un debate que ha estado sobre la mesa desde la recuperación de la democracia y la organización descentralizada del Estado.
¿Fue la Ley “Montoro” (LRSAL) un intento de “reforma” de la administración municipal?. En mi opinión no. Simplemente fue la imposición de una norma que, además de afectar al ámbito competencial ( en Servicios Sociales, por ejemplo) , limitaba financieramente a los Ayuntamientos y condicionaba sus inversiones. Evidentemente el contexto del que veníamos hacia necesario el control del económico de unas administraciones inmersas en una dinámica de gasto descontrolado. Hasta ahí, “compro” el argumento. Pero el falso intento de reforma de la Ley Reguladora de las Bases del Régimen Local, precisaba, además de un enfoque financiero, uno político.
La regla de la mayoría, siendo el paradigma sobre el que pivota nuestro sistema político municipal, no está libre de objeciones. Toqueville advirtió sobre la “tiranía de la mayoría”. Y éste concepto ha sido, en mi opinión, la causa de que sustentados por mayorías, algunos gobiernos municipales han ido emprendiendo proyectos que, en caso de resultar fallidos, han tenido que ser asumidos por las arcas municipales y por gobiernos de distinto signo surgidos de la voluntad popular. El caso de nuestro pueblo no es diferente.
¿Dónde quiero llegar con ésto?. Sencillo. En mi opinión, la legislación de régimen local precisa una reforma más allá del salario de los representantes, o el número de cargos de confianza, que siendo importante, no entra de lleno en la necesaria reforma política que la democracia municipal precisa para elevarla de ese segundo ( o tercer) nivel al de la administración que, siendo más cercana a la ciudadanía, representa el primer y más básico escalón de nuestro sistema político. En concreto me refiero a los artículos 47 (supuestos de mayoría absoluta) y 123 de la Ley de Bases de Régimen Local. Considero que la democracia, reducida a la “imposición” temporal de las mayorías en asuntos que trascienden al mandato concreto del gobierno emanado de las urnas, son una “reducción” (legal) de la democracia representativa, pues el órgano que realmente representa a la ciudadanía es el Pleno ( el Alcalde representa al Ayuntamiento).
El “melón” abierto por la propuesta del Gobierno del Estado sobre los superavits municipales y su cesión voluntaria ( a cambio de concesiones como la de asumir, por parte del Estado de los intereses de los saldos bancarios de los municipios que se acojan al acuerdo) debería no ser un hecho aislado y provocar una reflexión sobre la calidad de la democracia municipal, sujeta a mayorías “excluyentes” . Introducir la mayoría cualificada para la aprobación de proyectos o servicios que trasciendan el mandato temporal del gobierno municipal de turno, sería una forma de forzar el acuerdo y el consenso que, pese a formar parte de la retórica de casi todos los gobiernos ( basta leer los discursos de toma de posesión de los últimos dos Alcaldes de nuestro municipio), sólo supone una declaración de voluntad, quizá fruto de la emotividad del momento, pero que es olvidado cuando se toma posesión del poder local.
Dos ejemplos para terminar: la piscina municipal y el Plan de Urbanismo.
Si la forma de gestión privada plurianual de la piscina o un plan que defina el futuro urbano, de servicios y equipamientos de todo un municipio es aprobada por mayoría, cuando se producen cambios políticos, ¿qué ocurre?. ¿Debe asumir el nuevo gobierno los planes de otros , o simplemente, con la legitimidad de las urnas, revertir los acuerdos y revisarlos o modificarlos?. Este es un mal que personalmente equiparo a la “yenka”: izquierda, izquierda, derecha, derecha, adelante, detrás, un, dos, tres (pónganle ustedes música). O lo que es lo mismo: moverse para no movernos de donde estamos.
La democracia, insisto, es (afortunadamente) un sistema “pro tempore”, por lo que la altura de los electos estará políticamente definida por su capacidad de lograr acuerdos que garanticen el recorrido de las políticas municipales y, por consiguiente, su consolidación. Lo contrario, siendo legal, pierde gran parte de la legitimidad en una sociedad cada vez más plural a la vez que compleja.
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